El lenguaje jurídico moderno en castellano: una introducción cualquiera


Pormathiasfoletto- Postado em 05 novembro 2012

Autores: 
CAYETANO, Jaime Arias

 

 

De: Jaime Arias Cayetano
Fecha: Septiembre 2008
Origen: Noticias Jurídicas

Existe la percepción por parte de los no profesionales del derecho de que, extrañamente, la jerga jurídica se extravía en páramos lingüísticos ininteligibles de los que nadie sale y a los que nadie entra. En efecto, ¿cuántas veces hemos escuchado aquello de “no hay quien los entienda”; o aquello otro de “el abogado me convenció con su labia”? Es un tópico muy extendido. Pero es falso, ya que entre los abogados y juristas en general sí hay un habla propia, mas ésta no difiere drásticamente del resto. Mientras que algunas disciplinas científicas poseen signos, símbolos, operaciones, axiomas, conceptos, glosarios autónomos o diferenciados del lenguaje coloquial e incluso del lenguaje escrito culto, el derecho comparte con éstos una gran esfera de sus términos, que, por tanto, dejan de ser propios y vuelven a ser de todos. El derecho introduce en el idioma apenas un pequeño porcentaje de palabras exclusiva y netamente jurídicas. En última instancia, el jurista se ve forzado a utilizar vocablos de otras lenguas, como el latín o el inglés, para darle a su discurso el aspecto de ser un lenguaje técnico y el aura de pertenecer al ámbito de lo selecto.

Este trabajo va dirigido a glosar una mínima parte de esa jerga jurídica, esa manera de decir de los juristas. No lo hará desde un punto de vista meramente descriptivo, sino que intentará aportar algo para su mejoría; por consiguiente, el estudio tiene una dimensión normativa, aunque eso sí, netamente deudora de mis opiniones personales.

Advierto de esta intención expresamente, para que ningún lector se llame a engaño y no busque en este artículo insignificante una guía para el correcto hablar jurídico, ya que no pretende serlo, sino tan sólo un intento de motivar y esclarecer un poquito el debate (tan antiguo) de por qué los juristas hablan como hablan, escriben como escriben, y cómo deberían hacerlo para, primeramente, ser más y mejor entendidos por todos (pero especialmente por los de su propio gremio) y, después, ajustarse con más exactitud y propiedad a las reglas universalmente establecidas para el buen hablar y escribir de nuestra lengua castellana1.

Para cumplir este propósito no rebuscaremos en el infinito número de páginas escritas con leyes, sentencias, comentarios legales, manuales de expertos, lecciones académicas, etc. Sería imposible de abarcar y utópico terminar nuestro estudio. Por tanto, con el objetivo de no perdernos, pero tampoco limitarnos a hacer una serie de consideraciones abstractas sin referencia al derecho verdaderamente existente, positivamente vigente, intentaré que este trabajo cumpla tres objetivos: por un lado, exponer una serie corta de pensamientos que me vienen a la memoria, extraídos de mi experiencia como estudioso y profesional; por otro, introducirnos algo en el examen de varias normas muy concretas; o, por mejor decir, de varios artículos muy específicos. Y, por último, entresacar de la práctica jurídica varias perlas en forma de consejos para que el lenguaje jurídico resulte más bello y más útil.

Lejos queda la edad en que la condición de jurista iba unida a una docta erudición; en que el experto en derecho tenía necesidad, ante todo, de una formación sólida en Letras y Humanidades. La función de interpretar y aplicar el derecho era considerada, seguramente, una labor más ética que científica, y era inevitable que las reflexiones del juez o el abogado tuvieran que estar salpicadas de argumentos de compleja elaboración. Para ello era necesario, por supuesto, leer bien, comprender mejor, escribir aún mejor y hablar con excelencia. El abogado era un orador; y, en su faceta de personaje público, casi siempre escritor con cierto grado de calidad. Así, en la Roma antigua, Cicerón se alzó con el trono latino de las letras, desde su tribuna en el foro, donde se discutían las acusaciones, las demandas, los pleitos. Y era bueno, muy bueno. Quizá por eso amasó una fortuna. Y quizá por eso fue un excelente expositor de ideas. Conocedor y alfarero del idioma. Con el tiempo, esa figura se ha repetido hasta la saciedad (aunque menos de lo que la salud del mundo requiere para conservarse). Los textos jurídicos fueron ganando en calidad literaria, hasta convertirse algunos de ellos en documentos de gran valor, imprescindibles para conocer la expresión más elevada de algunos conceptos y la evolución de las lenguas romances, como sucedió con las Partidas de Alfonso X el Sabio.

Pero aquella edad pasó. El último gran documento jurídico-literario de España, en mi modesta opinión, fue el Código Civil de 1889. Desde entonces hasta ahora, todo o casi todo han sido palos de ciego. Está la Constitución de 1978, pero el lenguaje deja mucho que desear; y aunque Cela quiso arreglarlo, no le dejaron. En cuanto al manejo del castellano hasta hoy, el legislador se ha limitado a repetir fórmulas, y en muchos casos a convertirlas en tópicos manidos, incapaces de recobrar su antigua fuerza. Eso, cuando no ha practicado el vicio de crear engendros lingüísticos capaces de producir grima al gramático menos puntilloso.

El Código Civil, no obstante, ha sido repetidamente reformado casi desde su creación. Ello ha introducido, ciertamente, distorsiones de estilo en su redacción. No es sencillo, en estos momentos de la historia jurídica española, separar el grano de la paja y llegar hasta el texto originario. Tampoco es lo que pretendo, porque el espacio y el tiempo (benditos enemigos del hombre) me lo impiden. Por ello, dejaremos esa investigación para otros y nos centraremos en lo siguiente: descubrir el esquema básico de redacción de sus artículos.

El lenguaje jurídico, más allá de lo que comúnmente se piensa, no es en muchos casos imperativo. ¿Cómo es posible esto? Sencillo: una gran parte de los preceptos se escriben en un estilo descriptivo. Parecen referirse a realidades que ya existen y que simplemente se “encuentran”, se objetivan, como si el legislador se limitara a contar lo que sucede, antes que a cambiarlo. A menudo, pensamos inconscientemente (si es que tal cosa puede hacerse) en normas del tipo “debe hacerse esto”; o “no debe hacerse aquello”. Pero no es así para muchas normas que efectivamente se incluyen en el Código Civil. El esquema sintáctico y semántico de éstas es bien diferente. Se asemeja más a una oración del tipo “A es (o será) B”. ¿Cómo se entiende esta divergencia?

Para la comprensión de este fenómeno, debemos partir de un axioma previo: todos los artículos de un código legal están sostenidos por una norma superior y previa del tipo “debe cumplirse lo que se dice en este libro”. Una norma semejante, obviamente, sí contiene una redacción claramente obligatoria y es, en última instancia, la base que da sentido preceptivo a todas las demás normas. Incluso las oraciones más netamente explicativas, definitorias, descriptivas, se convierten así en parte del Objeto Directo de esa Norma de Base que convierte en obligatorias a todas las demás. Claro que a su vez, surge el problema de qué otra norma convierte en obligatoria a esta Norma de Base, e incluso si es posible que existan varias clases de obligatoriedad dentro del sistema (como ocurre a menudo en el Código Civil, por ejemplo); pero estos problemas no son para este estudio y superan con mucho la capacidad de quien escribe.

Hablábamos de estructuras. Veamos un ejemplo:

Dice el art. 1.1 del Código Civil: “Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la Ley, la costumbre y los principios generales del derecho”.

¿Qué descubrimos aquí? En primer lugar, que se cumple aquella formación sintáctica que indicábamos más arriba, según la cual la mayor parte de las normas de derecho común son de tipo descriptivo, en lo que respecta a su mera literalidad. Esto no significa, obviamente, que no se deban cumplir, ya que evidentemente este artículo no sólo advierte de una realidad, sino que la construye y no permite excepción alguna. Ahora bien, su formulación es lo suficientemente amplia y vaga como para permitir excepciones por vía de interpretación, o que se complete su significado a través de nuevas normas, como las que equiparan normas denominadas “directivas” a las que tradicionalmente se conocen como “leyes”, a secas.

Es curioso también que dentro de esta sencilla definición (en apariencia) no se cite la Constitución. Ello se debe a que ésta es posterior al Código Civil. Entonces, ¿no es fuente del Derecho? Evidentemente sí. ¿Cómo? Por vía semántica; pues, ¿no es la Constitución también una ley, en última instancia? Sí, sólo que es la más alta e importante de las leyes, de la cual dependen todas las demás. Es más, por vía constituyente: no sólo es fuente del Derecho, sino que define y da vigencia a las fuentes, incluido el Código Civil. Luego la relación jerárquica es la contraria: es el Código Civil el que tiene valor a través de la Constitución, no la Constitución a través del Código Civil. De lo que resulta esta sencilla consecuencia, de sentido común: el artículo 1.1 CC está incompleto, o al menos no es preciso, y no tiene un valor predominante, porque, en esencia, sólo son fuentes del Derecho aquellas que se reconocen en la Constitución (y lo son sólo en el alcance que a cada una la Constitución les reconoce). Luego este artículo, tan importante en el pasado, ahora es superfluo, innecesario, imperfecto.

Sin embargo, ha sido un buen ejemplo y aporta claridad. Lo conservamos por ello. Nos interesa de él su estructura sintáctica y su apariencia lingüística. De ésta destaca su limpieza, su elegancia, su sencillez. No bien uno lo acaba de leer, paladea el regusto del buen idioma. Se ve que no hay tozuda complejidad en su redacción. Se ve que no nació tras bizantinas reflexiones de sesudos bibliotecarios. Se ve que es producto de la tradición milenaria, que late en él un cierto aire clásico. En efecto, es un hijo del diecinueve. Por tanto, también nieto de las Luces, de la Ilustración. Por consiguiente, bisnieto del Humanismo jurídico, iniciado con la recepción del derecho romano en Occidente. El Corpus Iuris aún está ahí, oculto, enterrado, pero presente; transformado por múltiples manos, pero aún él mismo, como el último hilo de una vieja chaqueta que se hubiera cosido en una nueva.

De todo lo dicho hasta ahora no debe entenderse que la existencia de una estructura sintáctica descriptiva (esto es, sin la aparición de verbos de prescripción o de prohibición), es idéntico a no ser obligatorio lo que se dice en la norma. Queda claro que la formulación lingüística de una norma no define por sí misma el grado de vinculación que tiene para su destinatario, en orden a imponer sobre él ciertos deberes jurídicos. Ahora bien, en ocasiones, sí puede ser determinante, y así lo han entendido la jurisprudencia y la doctrina durante siglos, puesto que han llegado a la conclusión de que normas escritas en sentido puramente descriptivo, dependiendo del caso, pueden incluir obligaciones dispositivas, lo que significa que rigen sólo en defecto de acuerdo de las partes. Sin embargo, las normas rigen siempre. La disyuntiva es si rigen con preferencia a cualquier acuerdo o manifestación de la voluntad de los ciudadanos, o si más bien rigen sólo subsidiriamente a éstas. En el primer caso, la secular doctrina jurídica ha hablado de “ius cogens” o derecho necesario o imperativo; es decir, obligan siempre en el sentido en que se manifiestan, y obligan “erga omnes”. El segundo, en cambio, se ha definido como derecho dispositivo; esto es, derecho que establece una “disposición”, pero del que se puede “disponer”, ya que las partes están facultadas para establecer entre sí (en un negocio jurídico cualquiera) aquellas otras normas que tengan por adecuadas, siempre y cuando no violen las de derecho necesario que estén vigentes en ese o en otro ámbito material que pueda afectarles.

Podemos encontrar un nuevo ejemplo en una norma tan diferente a la anteriormente citada como el art. 286 del Código Civil. Ésta dice: “Están sujetos a curatela:

1. Los emancipados cuyos padres fallecieren o quedaran impedidos para el ejercicio de la asistencia prevenida por la Ley.

2. Los que obtuvieren el beneficio de la mayor edad.

3. Los declarados pródigos”.

Repetimos en este caso lo que dijimos antes: la estructura de la norma es la siguiente: “A es B”. Con propiedad, no hay ningún verbo de obligación o prohibición en la norma. Sin embargo, su misma cualidad de norma, sostenida por la obligatoriedad general del ordenamiento jurídico, convierte esta estructura claramente descriptiva en algo más que una descripción: es una creación, la proclamación de una realidad jurídica que antes no existía o existía con otras características, su institución, su vigencia. A será siempre B a partir de ahora. Y no podrá ser otra cosa (dejando a un lado ahora los problemas de imperatividad y disposición de las normas, que ya hemos citado).

Lo que decimos tiene más sentido en normas como la siguiente: “Por el contrato de préstamo, una de las partes entrega a la otra, o alguna cosa no fungible para que use de ella por cierto tiempo y se la devuelva, en cuyo caso se llama comodato, o dinero u otra cosa fungible, con condición de devolver otro tanto de la misma especie y calidad, en cuyo caso conserva simplemente el nombre de préstamo. El comodato es esencialmente gratuito” (art. 1740 CC).

Y aún más en otras como ésta: “Las palabras que puedan tener distintas acepciones serán entendidas en aquella que sea más conforme a la naturaleza y objeto del contrato” (art. 1286 CC).

¿Qué tenemos aquí, en estos dos ejemplos tan dispares? Tenemos dos normas que siguen esencialmente el esquema que hemos diseñado más arriba. Sin embargo, la segunda introduce una pequeña modificación: sustituye el verbo en presente por un verbo en futuro. Esto no es extraño; el futuro se usa a menudo con sentido imperativo, como en oraciones como la siguiente: “Ahora te estarás calladito hasta que termines de cenar”. Este relevo no introduce una novedad radical en el ordenamiento, porque también los verbos que aparecen en presente tienen sentido vinculante. Sin embargo, la expresión no tiene por qué ser más acertada. Véamos el siguiente ejemplo:

Los cónyuges son iguales en derechos y deberes” (art. 66 CC). Es la redacción actual. Antes tenía la redacción siguiente: “El marido y la mujer son iguales en derechos y deberes” (hasta julio de 2005). Pero imaginemos que el Código Civil dijera: “Los cónyuges serán iguales en derechos y deberes”. La redacción sería en este supuesto algo menos precisa, ya que cabría la siguiente pregunta: ¿cuándo serán? ¿Podrían caber condiciones suspensivas o pactos en contrario? Parece que son cuestiones un tanto absurdas, pero lo que queremos hacer notar simplemente es esto: la expresión es mucho más rotunda, más solemne, si el verbo va en presente; en este caso no cabe duda ninguna: los cónyuges son iguales, en todos lados, en todas partes. No es que sean iguales cuando alguien lo reclame, o que sean iguales aquí y allí no. Son iguales porque es una cualidad esencial de ser cónyuge. Y punto.

Por ello, como hemos defendido más arriba, una gran parte de las normas civiles de larga tradición son de tipo descriptivo; y siendo de tipo descriptivo, en muchísimos casos van en presente. No faltan, en efecto, las oraciones en futuro; sin embargo, son menos abundantes las oraciones que incluyen verbos de obligación o prohibición en sentido estricto.

Cuando los incluyen, por otro lado, su interpretación dista mucho de ser la que a primera vista se nos presenta. Por ejemplo, el artículo siguiente: “A falta de herederos testamentarios, la Ley defiere la herencia a los parientes del difunto, al viudo o viuda y al Estado” (art. 913 CC). ¿Quién es aquí el destinatario de la norma? ¿Quién el obligado por ella? No el muerto, claro está. Tampoco los parientes, su viudo, su viuda o el Estado; en todo caso, éstos serán los beneficiarios últimos, pero no los que tienen que cumplir la norma. Es más, ¿incluye acaso esta norma una obligación? ¿Vincula a alguien?

Claramente, sí. ¿A quién? Al juez competente.

¡Pero cuidado! Esto hay que explicarlo, si no podrá parecer un recurso lógico impropio o un argumento para salir del paso. Sin embargo, los juristas tenemos que evitar de todo punto los argumentos para salir del paso, pues la única consecuencia que se deriva de ellos es nuestro propio desprestigio, amén de la demostración palpable de nuestra ignorancia o nuestro despiste. Expliquémoslo, pues:

En realidad, se trata de apelar a la obligatoriedad general del ordenamiento jurídico, de la que hemos hablado más arriba. Puesto que la norma en cuestión forma parte del sistema español y establece un derecho futuro, ¿qué pasa si alguno de los citados en la norma pretendiese ejercer su derecho? El trámite será el siguiente: la viuda, por ejemplo, interpone demanda para que se reconozca que es la heredera abintestato de su difunto marido, y lo hace ante el juzgado competente según las normas procedimentales. Defenderá su posición privilegiada frente a cualquier otro supuesto heredero, y procurará que triunfe su pretensión, hasta que se convierta en derecho objetivo oponible erga omnes. ¿Quién le dará la razón?

¿Quién otorgará realidad a su intención subjetiva? El juez. ¡Eso es! El juez reconocerá su derecho, establecido por el art. 913 CC, dictando sentencia en el sentido en que, a él y no a otro, le obliga dicho artículo, porque es dicho artículo el que establece quién tiene derecho a suceder abintestato. Así de simple.

Consecuencia: que no será la viuda la obligada a cumplir el art. 913 (es más, incluso puede oponerse a que otros ejerzan sus posibles derechos en base a este artículo), sino el juez. Y sólo el juez podrá ser condenado si deja de aplicarlo a sabiendas de la injusticia de su decisión (lo que se llama prevaricación).

Este tipo de normas dirigidas a los jueces como primeros obligados a su cumplimiento se advierten mucho más claramente en el ámbito penal, por ejemplo. Pero ya he dicho que no me excedería de la redacción del Código Civil.

Sin embargo, VOLVAMOS AL INICIO. ¿Hay un lenguaje propio del derecho? Rotundamente, no. Sé que es una postura que puede ser discutida. Pero, ¡cuidado! Sí hay una terminología jurídica. Lo que pasa es que la existencia de términos y expresiones de índole jurídica no significa la existencia de un habla propia de los juristas. En realidad, es un estadio anterior, un momento de evolución del idioma no tan desarrollado. Es decir, un texto jurídico puede ser leído por cualquier persona, incluso las que no tienen estudios de derecho, y puede ser entendido sin problemas, aunque algunas de las palabras le causen extrañeza; seguramente, sus dudas puedan resolverse con el sencillo recurso de acudir a su diccionario de la lengua habitual. Sin embargo, esto no sucede con otros ámbitos del conocimiento y las artes humanas, particularmente en la ciencia. Nadie podría entender a Einstein si éste expusiera su teoría de la relatividad en términos matemático-físicos, salvo que fuese experto en esta materia.

En definitiva, hay una “jerga” jurídica, pero no un “habla” jurídica. Hay términos que se usan en la práctica del derecho, pero los juristas no utilizan un código propio. Más bien son palabras tomadas de otros idiomas o del lenguaje común, a las que se rodea de un cierto “halo de solemnidad” para que adquieran una fuerza y un énfasis en el discurso que normalmente no tienen.

Ya hemos expuesto las razones de este fenómeno. Estas son discutibles, y en última instancia son hechos susceptibles de ser progresivamente investigados, depurados. Lo que más me interesa es sencillamente romper con un viejo mito: el de la palabrería de los abogados, como gran teatro donde representan un papel ficticio, compuesto de frases grandilocuentes que sólo esconden su total ausencia de escrúpulos y su ambición. ¡Pero esta imagen es absolutamente falsa! Me explicaré.

En primer lugar, es evidente que la abogacía es un negocio. Como tal, busca el beneficio. Y como en todo negocio, hay abogados mejores y peores, no sólo en lo profesional, sino también en lo moral (ámbitos que no suelen ir de la mano, dicho sea de paso, aunque este defecto es común a casi todos los ámbitos empresariales y económicos).

En segundo lugar, la mayor parte de los abogados saben más de lo que parece. Ahora bien, si por saber se quiere decir “recordar”, entonces puede que pocos “sepan” mucho. Esto es así porque un abogado de hoy se encuentra con dos fenómenos actuales opuestos: la superabundancia de normas (que le hace prácticamente imposible recordarlas todas, y aun algunas de ellas, con cierta profusión), y la gran variabilidad de éstas. A cambio, disfruta de una importante variedad de medios técnicos a su disposición para consultar cada vez un mayor número de normas y sentencias (claro que pagando, por supuesto, porque éste es otro negocio floreciente anudado al cuello de los abogados...). ¿Qué pasa entonces? Que el abogado de hoy estudia menos, porque tiene muchos gastos y necesita “trabajar” más (es decir, dedicar más tiempo al ejercicio que a la investigación). Que el abogado de hoy se ve abrumado por la gran elefantiasis normativa actual, que vomita cada día decenas, centenares de normas, sentencias, artículos, estudios, doctrina, autos, directivas, reglamentos, órdenes, circulares, noticias... que saturan la atención, confunden a los destinatarios y enredan aún más el ya de por sí incoherente y caótico sistema legislativo español (y en general, de todos los países europeos). A un abogado así, es evidente, no se le puede pedir que recuerde todo lo que lee, y menos aún que conozca la totalidad del sistema normativo. En general, es necesario especializarse, lo cual conlleva verse obligado a contar con la colaboración de otros abogados, y esto, por supuesto, eleva los gastos.

En tercer lugar, circunstancias como éstas provocan que el lenguaje sea el gran perjudicado de la vida del jurista. Cada día se le dedica menos tiempo a la correcta y propia redacción de los escritos, demandas y recursos. A su vez, los nuevos juristas acusan el empeoramiento de la formación lingüística en la educación básica y secundaria. Y, por la extensión de la vida económica a sectores hasta hace pocos años alejados de ella, también el derecho ha tenido que “vulgarizarse”, masificarse, no sólo para llegar más lejos y otorgar mayor seguridad jurídica a toda clase de relaciones, sino también para poder ser entendido por más gente (que, dicho sea de paso, también acusa gravemente la decadencia de la educación básica).

En cuarto lugar, la mundialización de las relaciones económicas ha conllevado la introducción de nuevos términos jurídicos en nuestra habla cotidiana, muchos de ellos en inglés; o la asimilación de instituciones extranjeras a gran velocidad por nuestro sistema, en muchas ocasiones a costa de suprimir parte de nuestro sistema, de violentar su estructura o de acrecentar sus paradojas o antinomias internas.

En quinto lugar, la proliferación de sistema infraestatales, en connivencia o en clara pugna contra el sistema de normas estatal, nacidos de éste aunque a veces en oposición a éste también, pone a los abogados y obreros del derecho en la tesitura de discriminar las normas que deben ser aplicadas y las normas que no, a pesar de que sucede habitualmente que contemplan ámbitos materiales idénticos o muy semejantes.

Con todo ello, los juristas nos vemos sometidos a un dilema: la interpretación jurídica es cada vez más compleja, pero el uso del idioma está cada vez más viciado y, por tanto, esta herramienta básica e indispensable es cada día menos adecuada a nuestros propósitos (o más maleable, según se mire). Un cuidado excesivo del idioma nos hará parecer arcaicos, o nos restará tiempo y esfuerzo. El acceso directo al resultado es lo que prima. La producción de actos jurídicos es hoy nuestra principal tarea, aunque dichos actos sean pobres lingüísticamente o no estén suficientemente claros. La propensión a la oralidad en los procesos judiciales tampoco ayuda al mejoramiento del lenguaje jurídico, puesto que nada mejor que hablar para terminar hablando mal. La falta de estudios de oratoria jurídica en las universidades y el enfoque de los cursos de prácticas hacia el aprendizaje de trámites, pero no a la adquisición de herramientas verbales, acrecientan el desamparo lingüístico de los nuevos profesionales del derecho.

Y, por si fuera poco, la metodología lógica de los textos legales deja muchísimo que desear. Esto es algo que quiero destacar en este artículo. Quizá pueda ayudar de esta forma a que, a partir de ahora, los encargados de ello pongan más esmero en la redacción de todo tipo de normas, porque sin un manejo de estos utensilios básicos es imposible un entendimiento correcto y completo entre quienes nos movemos en las aguas del derecho. ¡Menos aún entre nosotros y quienes acaban pensando que acuden a nosotros como a seres extraños, peligrosos, que detentan las llaves de arcanos desconocidos, y a los que sólo se pide auxilio cuando el agua llega ya al cuello, y siempre con la sospecha de acudir al verdugo, más que al redentor!

No quiero hacer poesía barata. Simplemente creo que mejorar nuestra imagen, para que los ciudadanos perciban la verdadera naturaleza de lo que somos como abogados, funcionarios, asesores, gestores, jueces, notarios... es el primer requisito para que nuestro trabajo sea más reconocido. Y que ello es imposible si nuestra forma de hablar y escribir no es mejor, y no depuramos aquellas incorrecciones que hemos ido adquiriendo e incluyendo a lo largo de los años.

Pongamos un ejemplo real: en un Convenio Colectivo de ámbito estatal se decía lo siguiente:

“artículo ***. Clases de sanciones:

1. La empresa [...]

a) Por faltas leves:

1. Amonestación.

2. Suspensión de empleo y sueldo hasta dos días.

b) Por faltas graves:[...]”

¿Se ve el error? Seguro que sí.

¡No es posible que en una norma de ámbito estatal alguien no sepa que, cuando uno organiza ideas, en la redacción de un texto pensado para ser interpretado fácilmente, el esquema jerárquico de los artículos y sus apartados repita indiscriminadamente los números, a pesar de que las ideas se hallan a distintos niveles de importancia! Si dicho esquema se ordena en torno a números, han de evitarse las letras; y si se incluyen éstas, ha de evitarse al menos que los números se vuelvan a introducir como apartados incluidos dentro de las letras, porque el batiburrillo lógico es considerable entonces.

Ese esquema hubiera quedado más correcto de esta forma:

“Artículo ***. Clases de sanciones:

1. La empresa [...]

1.1 Por faltas leves:

    1. Amonestación.

    2. Suspensión de empleo y suelto hasta dos días.

1.2 Por faltas graves:[...]”

Sin embargo, esta cuestión no merece más espacio, por tan básica como es. Lo que sorprende es que profesionales del más alto nivel, como los que intervienen en la redacción de los Convenios Colectivos estatales, cometan el desliz de introducir confusos esquemas, que amén de producir espanto gramatical, indican el pésimo estado de nuestra vida jurídica.

Para finalizar, ofrezco una serie de consejos para mejorar la redacción de nuestros escritos, recursos, demandas, etc. Se trata de guías sencillas, comprensibles y esquemáticas, que se pueden hallar en cualquier manual al efecto.

  • No facilites más información que la necesaria para ser comprendido. Hay que saber en qué momento descubrir absolutamente todo lo que sabemos y las armas que usamos.

  • Elimina en lo posible las proposiciones de relativo. Esta es una de las herramientas que peor se usan en la redacción de escritos. No todo el mundo sabe entender el significado de una proposición de relativo, y mucho menos aún diferencias los diferentes usos de un “que”. Por ello es conveniente separar las proposiciones con puntos, o puntos y coma, y redactarlas de otra forma, para evitar en lo posible la formación de largas oraciones con proposiciones de relativo.

  • Usa en lo posible oraciones simples. Pero cuidado con la redacción telegráfica, del tipo “A hizo tal cosa. B sufrió un daño. El daño asciende a X”. En exposiciones académicas tal redacción puede ayudar, pero a menudo un escrito redactado de esta forma aburre al juzgador y puede dejar algunos aspectos de los hechos o los fundamentos jurídicos sin explicar convenientemente.

  • Elimina en lo posible los gerundios. Es uno de los instrumentos más socorridos para un jurista. Sin embargo, es también uno de nuestros grandes defectos. El gerundio es una forma no personal del verbo, y su utilización indiscriminada resta espontaneidad a los textos, los convierte en papeles infumables y puede resultar gramaticalmente incorrecta en algunos casos. Si lo pensamos, descubriremos que no es difícil sustituirlo por otras formulaciones, y que al hacerlo nuestros escritos mejoran en legibilidad y ganan en naturalidad. En definitiva, serán más “digeribles”.

  • Dedica en lo posible a cada idea un párrafo diferente. No hay que temer la multiplicación de párrafos, siempre que éstos tengan una justificación. Y cada idea o el artículo a que nos referimos debe estar destacado, por ejemplo en negrita, para que se comprenda de un vistazo la organización de nuestro escrito. Ello lo hará más comprensible, y evitará posibles mezclas de hechos o argumentos. La claridad es siempre nuestra mejor aliada.

  • Todo lo que digamos ha de ser probado, en principio. Esto parece de cajón, mas si nos fijamos bien veremos que no siempre lo hacemos. En efecto, muchas de las manifestaciones que realizamos en un recurso o una demanda se apoyan solamente en nuestro conocimiento, pero no logramos trasladarle al juez la misma certeza que nosotros tenemos. Por ello es conveniente saber dónde hay que hacer una pausa y detenerse a probar lo que decimos, antes de continuar. En general, los hechos básicos en que se apoye nuestra pretensión deben probarse sin género de dudas desde el comienzo, o al menos proponer medios de prueba que pudieran acreditar dichos hechos.

  • Incluye todo lo que quieras que sepan los demás. Hay que caer en la cuenta de que los demás sólo sabrán, por lo general, lo que les contemos. Por eso hay que procurar ponerse en su lugar, y leer lo que hayamos escrito como si no conociéramos el caso. Ello nos ayudará a descubrir si al texto le falta información o no. Recordar: los demás (el juez, en última instancia) sólo leen nuestros escritos, no nuestra mente.

Hasta aquí hemos llegado. Lo dicho hasta ahora no ha sido más que una aproximación temeraria a un tema largo y farragoso. Espero que mis reflexiones hayan entretenido y enseñado al mismo tiempo. Ruego que sus carencias se sufran y suplan con buen humor.

Jaime Arias Cayetano.
Abogado, doctorando y escritor.

Notas

1 Advierto, así mismo, que este artículo no entra a valorar el arte de escribir de los jueces, bastante deficiente, por lo demás, que dejaré para otro estudio posterior.

 

Disponível em: http://noticias.juridicas.com/articulos/00-Generalidades/200809-25487955...