Breve ensayo sobre el delito de asociación ilícita a la luz del art. 19 de la Constitución Nacional (a propósito del caso “Farfán” de la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal)1. Por Nicolás Pacilio I- El caso. La Sala II fue llamada a revisar la decisión de primera instancia que procesó a más de treinta personas por integrar dos asociaciones ilícitas, entre otros delitos. Según la descripción del fallo, esas organizaciones estaban constituidas por diferentes gestorías que se encargaban de tramitar irregularmente ciudadanías italianas, y para eso, se valían de manera ilegal de sellos oficiales, falsificaban partidas de nacimiento, casamiento y defunción, y adulteraban firmas de funcionarios consulares. Me interesa destacar aquí sólo uno de los aspectos problemáticos que abordó la decisión. Varias de las defensas plantearon la atipicidad del hecho que se calificó en los términos del art. 210 del Código Penal. Argumentaron, para eso, que la mera constitución de la organización no había significado una afectación al bien jurídico protegido por el artículo 210 del Código Penal: el orden público. El tribunal contestó esta alegación con dos fundamentos: a) Al primero de esos argumentos lo denominaré formalista en este trabajo. Se estructura de la siguiente forma: si el legislador estableció que la infracción del artículo 210 del Código Penal afecta el orden o la tranquilidad pública2 entendiendo que el grado de organización y planificación que generalmente se observa en un grupo de personas que así actúan revela un mayor riesgo en el ejercicio de los restantes bienes jurídicos protegidos, entonces el peligro para el orden público es presumido por la norma3. Esta postura responde a la noción clásica de aquello que la doctrina denomina delitos de peligro abstracto, que considera que si el legislador ha querido proteger preventivamente un bien jurídico, la lesividad que trae aparejada la conducta descrip­ta en el tipo penal se asume, sin que pueda exigirse ninguna demostración adicional. Entonces, la punibilidad en estos casos no depende de la producción real de un peligro en el supuesto concreto4. Si la acción se adecua a la descripción que figura en el tipo, esa acción agota y perfecciona el delito, amén de sus consecuencias5. b) El segundo fundamento excede a la visión formalista y analiza la cuestión pretendiendo verificar si en el caso concreto se generó, a raíz del comportamiento de asociarse que realizaron los imputados, un peligro concreto para el orden público. Ese test partió de las circunstancias comprobadas de la causa. Sobre esa base, el tribunal tuvo en cuenta que se habían constatado lesiones continuadas y permanentes a la administración pública nacional a través de actos de cohecho y falsos testimonios, así como a la fe pública por medio de la adulteración de documentos nacionales de identidad y de firmas de diferentes autoridades judiciales y administrativas, usándose sellos falsos. Por otro lado, mencionó que se había afectado directamente la actividad de representaciones consulares de un país extranjero e incluso de organismos ubicados en su propio territorio, falseándose firmas, sellos y datos atribuidos a las autoridades de dicha nación, que en algunos supuestos habrían dado lugar al otorgamiento de ciudadanías italianas cuando ello no era procedente. A todo ello, agregó la situación de aquellos clientes que de buena fe efectuaron inversiones económicas a favor de los miembros de la organización para que llevaran adelante trámites de ciudadanía y que vieron, al mismo tiempo, frustrada esa pretensión y disminuido su patrimonio. La Cámara concluyó que todas esas maniobras habían obedecido, justamente, a los propósitos ilícitos de la asociación, y eso revelaba el riesgo que sus planes trajeron aparejados para varios bienes jurídicos y personas imposible de determinar ex ante. El peligro que subyacía de este cuadro habilitaba descartar el planteo de las defensas. A este argumento lo llamaré pragmático. II- Planteamiento del problema. La Cámara Federal no se expidió sobre la constitucionalidad o no del delito que reprime el artículo 210 C.P porque esa discusión no fue propuesta por las partes. Sin embargo, las conclusiones que adoptó -en especial, aquella que se apoyó en el argumento formalista- implican asumir lo primero y tienen relación directa con ello, pues para que sea verdad que un planteo de atipicidad como el realizado puede ser descartado porque la ley presume que la conducta que describe la figura afecta el orden público, sin necesitarse ninguna demostración adicional de peligro o lesión, entonces tiene que ser verdad que la Constitución Nacional permite al legislador hacer eso. Los interrogantes que se plantearán aquí implican abordar esa cuestión como punto de partida. De tal modo, la principal pregunta que cabe hacerse es: (a) ¿resulta constitucionalmente admisible, en los términos del art. 19 de la CN, que el legislador reprima a quien tome parte, organice o ejerza la jefatura de una asociación o banda de tres o más personas destinada a cometer delitos por el sólo hecho de ser miembro de la asociación, bajo la justificación de que esa conducta genera un peligro para el orden público? Si la respuesta a ese dilema es, en principio, afirmativa, deberá constatarse como segundo punto, (b) si, para el juez, es posible asumir que ese riesgo de lesión se configura en todos los supuestos sólo con la constatación de que los elementos objetivos del art. 210 se encuentran reunidos o (c) si, por el contrario, resulta necesario verificar si en el caso concreto se puso efectivamente en peligro el orden público. III- El test de constitucionalidad del delito de asociación ilícita desde la misión del legislador. El art. 19 de la CN establece que las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados6. Existen, pues, situaciones en las que el Estado puede inmiscuirse, disminuyendo el ámbito de libertad de las personas: i) cuando la acción ofenda la moral pública; ii) cuando la acción ofenda a un tercero; y iii) cuando la acción ofenda al orden público. Los alcances de este último parámetro son, por razones ya explicadas, los que convocan la atención de este trabajo. La exégesis de esta norma no ha estado exenta de discusiones, que giran en torno a determinar si en todos los supuestos se requiere la afectación a terceros -por lo que, en definitiva, sólo existiría una hipótesis que habilita la intromisión estatal- o si se trata de alternativas diferentes que permitan arribar a ese resultado. Entenderé aquí que únicamente puede ser reprimido, a la luz del art. 19, un hecho que ataque a un bien jurídico ajeno, ya sea individual o colectivo. Entonces, se trata siempre de bienes propios o intereses de la sociedad toda7. Surge de allí una premisa, que se establece del siguiente modo: para que sea legitimo que el Estado se entrometa en la libertad de una persona bajo la justificación de que una determinada conducta lesiona o pone en peligro aquello que la Constitución denomina orden público, debe configurarse, a raíz de ese comportamiento, al menos un riesgo para bienes colectivos que, tanto como a ese propio agente, protegen o existen en cabeza de los demás. Ahora, lo anterior conduce a tres nuevas preguntas: ¿qué, desde parámetros objetivos, tiene aptitud para afectar al orden público en tal grado que sea posible para el Estado interferir sobre ello?; ¿qué autoridad, atendiendo a las instituciones constitucionales, tiene la potestad de determinar esas situaciones?; y ¿con qué límites? Recién una vez contestado todo lo anterior podrá determinarse si es razonable la elección de la autoridad de sancionar la asociación ilícita en los términos que lo hace. (A) La afectación al orden público. Para empezar, la tarea emprendida impone buscar un principio objetivo que sirva de guía para establecer el tipo de afectación que habilita la actividad invasiva del Estado. Dice María A. Gelli: “…aún admitiendo que en aquella norma [art. 19] la perturbación del orden o la moral pública se producen cuando sí se dañan a terceros, medir el perjuicio, evaluarlo, cuantificarlo y remediarlo implica, en algunas circunstancias -por no decir en todas- optar por un modelo moral. Trazar la línea divisoria entre las acciones que afectan de tal modo a las personas, que el Estado está autorizado a prohibirlas o limitarlas a determinados ámbitos o de acuerdo a cierta escala, de las que afectan a terceros sensibles, pero son tolerables en una sociedad plural, constituye una tarea que se realiza desde algún principio axiológico…” y “…Por ello resulta materialmente imposible prescindir de una escala axiológica para examinar qué se entiende por daño a terceros. El punto consiste, entonces, en determinar cómo se llega, con qué resguardos, por cuál método, con qué legitimidad, mediante qué reglas razonables, a la determinación del daño a terceros que permite la acción limitativa a las autoridades”8. La evaluación es difícil y los límites entre cuándo es admisible la intromisión y cuando no, borrosos. Propondré encaminar el examen desde una perspectiva de negación, esto es, determinando qué cosas no pueden ser, por regla, materia de injerencia estatal so pretexto de que afectan bienes colectivos. Entonces, diré que: (i) Es inadmisible prohibir o restringir ideas, pensamientos, creencias o aspectos del carácter de las personas que no se exteriorizan o producen efectos. Esta es una noción que nadie, en una sociedad democrática, puede discutir. Basta con decir que cuando el art. 19 de la CN exige que sean acciones las que de algún modo afecten los bienes jurídicos de terceros, deja claramente afuera las ideas, pensamientos, creencias y aspectos del carácter de las personas, aún ante los conceptos más amplios del principio de acto que podamos formular9. En palabras del ministro de la Corte Carlos Fayt: no puede imponerse pena a ningún individuo en razón de lo que la persona es, sino únicamente en razón de lo que la persona haya hecho; sólo puede penarse la conducta lesiva, no la personalidad. Lo contrario permitiría suponer que los delitos imputados en causas penales son sólo el fruto de la forma de vida o del carácter de las personas10. La Constitución de un Estado de Derecho no puede admitir que ese Estado se arrogue la facultad de juzgar la existencia de una persona, su proyecto de vida y su realización. Semejante proceder le está vedado a un Estado democrático que parte del principio republicano de gobierno11. (ii) Tampoco se puede prohibir o restringir el producido de las ideas, pensamientos, creencias o aspectos del carácter de las personas, que se exteriorice mediante acciones o situaciones fácticas bajo el control del agente, aún cuando se generen a través de ellas efectos en bienes colectivos, siempre que no les generen ninguna lesión o peligro. Se ingresa aquí en un terreno más resbaladizo. El art. 19 de la CN consagra el más importante de los límites materiales que establece nuestra Carta Magna, no sólo al derecho penal sino a toda intervención estatal en la vida de las personas. El Estado, para garantizar la seguridad de los ciudadanos, debe prohibir o restringir todas aquellas acciones que se refieran de manera inmediata sólo a quien las realiza, de las que se derive una lesión de los derechos de los otros, esto es, que mermen su libertad o su propiedad sin su consentimiento o contra él, o de las que haya que temerlo probablemente12. De este modo, la libertad que se reserva a cada individuo contiene el poder de hacer todo lo que no dañe a terceros13. Pero una lesión o temor de lesión de derechos no equivale a una afectación a preconceptos morales. Hay acciones u omisiones que pueden ofender o generar reproche moral por los demás y no por eso puede admitirse que el Estado interfiera en ellas, menos aún imponiendo castigos. Vale, para ilustrar esto, traer a colación un ejemplo. En el año 1988 el Tribunal Superior de Córdoba hizo lugar a la demanda de Elena Urrestarazu contra el Superior Gobierno de la Provincia restituyéndola en el cargo del que había sido despedida. La actora era maestra y, a la vez, profesaba la religión de testigos de Jehová. Mediante dos decretos14, había sido cesanteada por no rendir homenaje o culto a la bandera nacional. La creencia que profesaba Urrestarazu la obligaba a abstenerse de participar en forma activa de ceremonias que considerara cúlticas respecto de los símbolos patrios. Entre otras cosas, el tribunal sostuvo que “los sentimientos hacia los símbolos nacionales son expresados por la casi unanimidad de los argentinos por convicción espontánea, alegre y orgullosamente, como también lo hace la inmensa mayoría de los integrantes de las comunidades extranjeras que arraigaron en nuestro suelo. A esa moral prevaleciente no le perturba que alguien se abstenga respetuosamente, por motivos que incumben a su propia intimidad, de expresar una adhesión semejante”. Al comentar la sentencia, Germán Bidart Campos afirmó que “Hoy podemos entender claramente que mientras una persona no ofende el orden, a la moral pública, o a los derechos ajenos, sus comportamientos incluso públicos pertenecen a su privacidad, y hay que respetarlos aunque a lo mejor resulten molestos para terceros o desentonen con pautas del obrar colectivo. Abstenerse de izar o saludar la bandera, o de cantar el himno, o de exhibir una escarapela no transgrede ninguno de los bienes que el art. 19 de la constitución protege cuando deslinda lo que queda inmunizado como intimidad reservada a Dios, y lo que cae bajo el poder del estado. Que aquellas actitudes incomoden a muchos, o merezcan reproche social, o disgusten los sentimientos predominantes de la colectividad no alcanza para obligar a alguien a que las deponga colectivamente”15. Los derechos individuales de la Constitución Nacional limitan anticipadamente la acción legislativa. Si no fuera así, se hubiera prescripto al legislador la promoción del bienestar de la mayoría de la población, sin tener en consideración a las minorías. La garantía de la igualdad ante la ley carecería de sentido e imperarían, sin control, los intereses mayoritarios sin importar el contenido que tuvieren16. El principio, entonces, es el siguiente: las acciones o situaciones fácticas bajo control de las personas -que son el producto de sus ideas, pensamientos, creencias o los aspectos de su carácter, entre otros factores- y no generan o pueden generar en los bienes colectivos de los demás una lesión o peligro objetivo y ostensible, integran la esfera de privacidad y autodeterminación17, y están protegidas de la injerencia estatal por el art. 19 de la CN, aún cuando puedan ofender o merecer reproche moral por parte del resto de la sociedad. Resta definir cuándo existe esa lesión, peligro o posibilidad de peligro objetiva y ostensible que autoriza la intromisión estatal con respecto a las acciones o situaciones fácticas bajo control del agente. (iii) No es posible prohibir o restringir acciones o situaciones fácticas bajo control del agente que, aún produciendo efectos en bienes colectivos de otros, no alcancen a generar algo que, de acuerdo a la temporalidad histórica de las circunstancias, es susceptible de generar una lesión, peligro o posibilidad de peligro sobre bienes colectivos. El concepto y el contenido mismo del bien común son flexibles y elásticos, y sus ingredientes o elementos varían con la temporalidad histórica de las circunstancias. Existe entonces una dificultad fáctica de distinguir, en cada caso, cuándo y hasta dónde una limitación responde al bien común, y cuando y desde donde ya no. Las mismas fórmulas de “orden público”, “seguridad pública”, “interés público”, etc., son harto vagas, y dan pie a veces para esconder o camuflar abuso o desviación de poder en su invocación y en su uso. Sin embargo, hay algo innegable: el calificativo “público” que acompaña a todos estos sustantivos está indicando que lo “público” no depende, en último término, de una auto-calificación normativa empleada por la voluntad de quien dicta la norma, sino de una realidad social: la comunidad, o la pluralidad de hombres que la forman, debe vivenciar la apetencia de un bien que interesa o compromete al grupo como tal, aun cuando algunos o muchos discrepen -precisamente por carecer del sentido de comunidad-; si ese bien desapareciera o sufriera daño, la comunidad toda padecería una necesidad o una privación; ahí está el por qué, para evitar eso, los derechos individuales han de soportar determinadas limitaciones -unas en forma permanente, otras en forma temporaria-18. La graduación de cuándo se excede un mero curso causal que puede generar sólo reproche moral por parte de los demás -sean pocos, muchos o todos los demás-, y se ingresa en el campo de la lesión, puesta en peligro o posibilidad de puesta en peligro de bienes colectivos que habilita la intromisión del Estado, depende de las circunstancias concretas de tiempo, modo y lugar en que la evaluación se produce. Bidart Campos propone los siguientes ejemplos: - si faltan los alimentos más indispensables para la subsistencia de los hombres, el bien de esa comunidad exigirá racionar al máximo los pocos de que pueda disponerse para asegurar el mínimo abastecimiento de todos. (Agregamos) en ese contexto de temporalidad histórica, podría ser admisible, por generar una afectación al orden público, la intromisión estatal sobre quien toma una manzana de un árbol de la vereda pública, imponiéndole una sanción penal. Mientras tanto, en un cuadro de normalidad ello sería insignificante; en consecuencia no dañoso; en consecuencia, no susceptible de sanción en los términos del art. 19 del CN. - si hay guerra, el bien de esa comunidad impondrá severas restricciones a todas las actividades relacionadas con el peligro existente. (Agregamos) en ese contexto de temporalidad histórica, podría ser admisible obligar a una persona (supongamos, de determinada edad, sexo, y condiciones físicas) a tomar las armas en defensa del Estado y castigarlo si no lo hace, aunque alegue una objeción de conciencia (supongamos, de origen ético) para obedecer ese mandamiento. Sin embargo, en tiempos de paz, la admisibilidad de imponer esa exigencia a quien presente una situación tal, es más restringida y hasta podría vulnerar la autonomía personal del individuo (art. 19 CN)19. Las consideraciones sobre el tiempo y lugar determinan también cuál es el grado admisible de la restricción. Además, tienen un papel importante a la hora de dilucidar si la intromisión es proporcional con el fin buscado. (B) La autoridad llamada a determinar qué cosas concretas afectan al orden público y sus límites. La voluntad del Congreso de la Nación es la máxima expresión de la voluntad del pueblo. De esa manera lo pensó la Constitución Nacional al establecer su integración y al otorgarle la potestad de legislar20. En particular, la carta magna le asignó la tarea de dictar leyes penales, determinando cuáles conductas son susceptibles de castigo penal21. Parece claro que en función de esas características -una general, de órgano llamado a representar la voluntad del pueblo; otra derivada, de prohibir ciertos actos o estados de cosas-, si hay una autoridad estatal dotada de facultades para discernir de qué se habla cuando se habla de orden público, esa autoridad es el Congreso. Si eso es verdad, lo es también que al órgano legislativo le compete decir qué afecta o puede afectar al orden público, entendido como conjunto de bienes colectivos de terceros. El ejercicio de esa atribución, sin embargo, no se encuentra exento de límites. Debe llevarse a cabo con razonabilidad y, como derivada de ella, con proporcionalidad .En efecto, no es suficiente que la ley mande hacer algo o lo prohiba; lo mandado o prohibido debe ser intrínsicamente justo, o sea, razonable22. Se ha propuesto establecer criterios de razonabilidad desde un punto de vista objetivo, fijando reglas o parámetros que el poder está obligado a observar. Así, cabe hacer una valoración axiológica de justicia que nos muestra lo que se ajusta a la justicia como valor superior [Por ejemplo, cualquiera comprende que es razonable clausurar las salas de espectáculos públicos cuando hay una epidemia contagiosa, y cualquiera comprende que no es razonable aplicar cinco años de prisión a quien escupe en la calle. En un caso hay adecuación y proporción entre un medio y un fin; en el otro no]23. La justicia intrínseca de las leyes está dada en nuestro derecho positivo por su conformidad con los principios y garantías de la constitución24, regla que es receptada por su art. 2825. La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha compartido esta visión, afirmando que la reglamentación legislativa de las disposiciones constitucionales debe ser razonable, esto es, justificada por los hechos y circunstancias que le han dado origen y la necesidad de salvaguardar el interés público comprometido y proporcionada a los fines que se procura alcanzar, de tal modo de coordinar el interés privado con el público y los derechos individuales con el de la sociedad26 . Con fundamento en estos principios, el legislador está dotado por la Constitución Nacional para fijar qué cosas afectan al orden público a que refiere el art. 19; pero no puede encaminar esa tarea sin atender la razonabilidad que es propia del valor axiológico de justicia. ¿Cómo sabemos si se traspasaron esos límites? Pues, evaluando si, con la sanción de la ley en cuestión, el Congreso violó la regla según la cual no es posible prohibir o restringir acciones o situaciones fácticas bajo el control del agente que, aún produciendo efectos en bienes colectivos de otros, no alcancen a generar algo que, de acuerdo a la temporalidad histórica de las circunstancias, es susceptible de generar una lesión, peligro o posibilidad de peligro sobre bienes colectivos, debiendo además, atender a la proporcionalidad del medio con el fin buscado. (C) Facultad del Congreso de sancionar una ley que establece que la conducta prohibida por el art. 210 del C.P. pone en peligro al orden público. Las normas penales tienen un alcance general y global. Son pensadas para aplicarse a la generalidad de las conductas que aquellas describen y esa es su función en el paradigma constitucional. Quien crea un tipo penal hace una operación lógica en la que imagina el universo de casos que pueden quedar comprendidos en la descripción de la figura y sobre esa base se examina su legitimidad y su capacidad para afectar bienes protegidos por la Constitución Nacional. El art. 210 del C.P. fue incluido por el legislador dentro de aquellos ilícitos que afectan al orden público27. Para eso, el Congreso consideró que el comportamiento de tres o más personas que se asocian para cometer delitos pone en peligro bienes colectivos (la seguridad, la tranquilidad; todas incluidas en la máxima “orden público”), por el sólo hecho de formar parte de esa organización, y aún cuando sus propósitos ilegales no se concreten ni tengan resultados concretos. Se prevé una pena de tres a diez años para los miembros y de cinco a diez años para los organizadores o jefes del grupo. Si se aplica el test propuesto, puede observarse que: i) no se están prohibiendo meras ideas, pensamientos, creencias o aspectos del carácter de las personas. Sin profundizar la cuestión -ameritaría ello una discusión que no es propósito de este trabajo tener-, es claro que hay una conducta, conformada por una acción -la de asociarse- o al menos una situación fáctica bajo control del agente -la relación de pertenencia que implica el “formar parte” de la organización-. ii) atendiendo a la temporalidad histórica de las circunstancias, es razonable entender que la conducta incriminada resulta susceptible de generar un peligro sobre bienes colectivos. Dentro del universo de casos imaginables que, hoy, pueden quedar comprendidos en la descripción que formula el art. 210 del Código Penal, hay comportamientos que casi nadie se animaría a descartar como peligrosos para el orden público. Pensemos por ejemplo en el crimen organizado transnacional28; en una banda creada para secuestrar personas; en un grupo que se constituye para tramar atentados con explosivos; en una organización que crea una estructura con el objetivo de estafar a cientos de particulares; en un grupo en el que distintos individuos ponen como finalidad abusar sexualmente de menores y distribuir pornografía infantil, etc. No nos parecería necesario, en supuestos como éstos, exigir que se concrete alguno de los planes previstos por la asociación para advertir su entidad dañosa. No hay dudas que el peligro para el orden público subyace de su sola conformación, que su mera existencia pone en riesgo a la seguridad de la sociedad. En definitiva, dice Jackobs, no se criminaliza a la asociación por su condición de acto preparatorio de delitos futuros, sino en la medida en que, al elevar drásticamente el riesgo de que éstos se produzcan, lesiona en sí misma otro bien jurídico, a saber, la tranquilidad pública, entendida ésta como la seguridad cognitiva que es condición necesaria para la vigencia de las normas29. Podría alegarse que los ejemplos invocados son extremos. También, que hay casos donde la afectación para el orden público es insignificante e igual recaen en la descripción de la figura. Esos argumentos no muestran la incorrección de la teoría que aquí se defiende. El legislador, como representante de la voluntad de la población, establece los tipos penales de acuerdo a la operación lógica que mencionamos, pensando en la generalidad de los casos imaginables. Si la gran mayoría de los supuestos posibles revelan un peligro para bienes colectivos de terceros, eso es suficiente para la legitimidad de la prohibición, fundada en el riesgo de la conducta incriminada para el orden público. Con arreglo a esa lógica, no es constitucionalmente censurable que la norma establezca como regla que las conductas que encuadren en la figura generan un peligro para ese bien colectivo protegido por la carta magna. Sin embargo, eso no significa que determinados casos concretos que no traslucen una afectación significante merezcan de igual modo castigo en los términos del art. 210 del C.P. Pero será misión del juez y no del legislador dar solución a ese conflicto interpretando el precepto normativo y encontrando una excepción a aquella regla de la norma que presume el peligro30. iii) atendiendo a la temporalidad histórica de las circunstancias, es proporcional el nivel de restricción impuesto a la conducta incriminada, de acuerdo al peligro sobre bienes colectivos que razonablemente puede generar. La pena y cualquier otra consecuencia jurídico penal del delito, impuesta con ese nombre o con el que pudiera nominársela, no puede ser cruel, en el sentido que no debe ser desproporcionada respecto del contenido injusto del hecho. Toda medida penal que se traduzca en una privación de derechos debe guardar proporcionalidad con la magnitud del contenido ilícito del hecho, o sea, con la gravedad de la lesión al bien jurídico afectado por el hecho, porque las previsiones legales expresan tales magnitudes a través de las escalas penales31. Admitiendo lo anterior, el examen de proporcionalidad de la escala punitiva que establece el art. 210 del C.P. –o cualquier otro delito- es, por naturaleza, restrictivo. No basta con discrepar con la decisión legislativa; aquella, tomando en consideración el universo de casos posibles susceptibles de encuadrarse en la norma, debe ser clara y manifiestamente desproporcionada. No parece que ése sea el caso de la penalidad prevista para el delito de asociación ilícita. Basta pensar, nuevamente, en los supuestos fácticos que entrarían en el ámbito de la prohibición para advertir que el castigo que se prevé, de acuerdo a la temporalidad histórica de las circunstancias, no puede ser descalificado constitucionalmente por desproporcionado. Vale agregar, otra vez, que será misión del juez definir en cada supuesto concreto las situaciones que se le puedan presentar, resolviendo cuáles son los hechos que la ley tuvo intención de prohibir al establecer escalas penales de cierta magnitud (art. 210 del C.P.). IV- El test de constitucionalidad del castigo por el delito de asociación ilícita desde la misión del juez. (i) La dicotomía legislador – juez. El principio de separación de poderes establece que la potestad de reglar las obligaciones y derechos que reconoce la Constitución Nacional corresponde al Congreso. Hasta aquí, hemos concluido que la forma en que el legislador ha hecho uso de esa atribución al sancionar el art. 210 del C.P. -fijando como regla que la conducta allí contemplada pone en peligro al orden público- es razonable, es proporcional, y no encuentra objeciones a tenor del art. 19 de la CN. Eso es suficiente para afirmar que el delito de asociación ilícita no es, en sí mismo, inconstitucional32. Sin embargo, ello no implica que a un juez, frente a un supuesto de hecho concreto, no se le pueda presentar una situación en la cual aplicar esa figura y sus consecuencias penales, signifique una afectación al principio de daño, por no encontrarse configurado un peligro significativo para el orden público. En ese contexto, el juez debe apartarse de la regla establecida por el legislador (que las conductas subsumibles en la figura siempre afectan a bienes jurídicos colectivos) y afirmar la atipicidad del hecho. No existe ninguna vulneración a la separación de poderes en esta solución. La definición individual de los problemas jurídicos, cuando son formulados ante los tribunales en causas de su competencia, es propia del Poder Judicial, no para legislar al respecto, sino para resolverlos en el caso y para el caso, con el propósito de “afianzar la justicia” enumerado por el Preámbulo33. Es irrelevante, entonces, que no se prevea expresamente una causal de excepción a un principio establecido por ley, dado que los derechos individuales -especialmente aquellos que sólo exigen una abstención de los poderes públicos y no la realización de conductas positivas por parte de aquellos- deben ser hechos valer obligatoriamente por los jueces en los casos concretos, sin importar que se encuentren incorporados o no a la legislación. Son estas las pautas que han trazado la Corte y autorizada doctrina34. (ii) La excepción a la regla. La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha dicho que si bien es cierto que la comisión de cualquier delito perturba la tranquilidad, la seguridad y la paz pública de manera mediata, algunos -tales como los delitos “contra el orden público” del Código Penal- la afectan de manera inmediata, ya que el orden público al que se alude es sinónimo de tranquilidad pública o paz social, es decir, de la sensación de sosiego de las personas integrantes de una sociedad nacida de la confianza de que pueden vivir en una atmósfera de paz social, por lo que los delitos que la afectan producen alarma colectiva al enfrentarlos con hechos marginados de la regular convivencia que los pueden afectar indiscriminadamente. En consecuencia, la criminalidad de éstos reside esencialmente, no en la lesión efectiva de cosas o personas, sino en la repercusión que ellos tienen en el espíritu de la población y en el sentimiento de tranquilidad pública, produciendo alarma y temor por lo que puede suceder35. Frente a estas características, el Procurador General de la Nación ha advertido que las particularidades del delito exigen al intérprete extremar los recaudos al momento de aplicar los conceptos de este tipo penal a efectos que no queden subsumidos en éste sino aquellos casos que ha sido la finalidad de la regulación abarcar36. De acuerdo a este criterio, los supuestos en que exista un peligro insignificante para el orden público deben quedar fuera del ámbito de la prohibición por atípicos. Esta solución resuelve la situación conflictiva que se presenta en torno a delitos que reúnen estas particularidades, pues: a) no obliga a invalidar leyes de alcance general por afectaciones puntuales y concretas al principio de daño; y b) no obliga a castigar casos que no implican lesión o peligro para el bien jurídico. Entonces, quedarán fuera de la tipicidad objetiva del art. 210 del CP aquellos casos que revelen un peligro insignificante para el orden público, por tratarse de hechos socialmente adecuados. En esta senda, Zaffaroni, Alagia y Slokar toman el principio de insignificancia de la teoría de la adecuación social de la conducta de Hanz Welzel37. Dicen los autores argentinos que en casi todos los tipos en que los bienes jurídicos admitan lesiones graduables, es posible concebir actos que sean insignificantes. Lo mismo cabe decir de los tipos de peligro, por ser éste un concepto eminentemente graduable38. Los ataques insignificantes no pueden ser jamás sindicados por el tipo como merecedores de pena39. Para determinar la insignificancia, el referente de mayor aproximación es la pena prevista en abstracto para el supuesto de hecho. Si queda en evidencia una desproporción entre el actuar investigado y la reacción penal, por la poca importancia de la afectación al bien jurídico, la tipicidad es desplazada40. Va de suyo, entonces, que si el legislador, cuando imaginó un determinado universo de casos posibles, decidió imponer un castigo de entidad -3 a 10 años de prisión para el mero integrante de la organización- (art. 210 del C.P.); eso necesariamente implicó dejar fuera del alcance de la figura a aquellas conductas que, atendiendo al valor axiológico de justicia, manifiestamente no guardan proporción con semejante sanción, aún cuando podrían encuadrarse en la descripción típica si se interpretara ésta únicamente de modo literal. Este estándar es aplicado diariamente por los tribunales a los ilícitos de daño. No hay razones de peso para excluir de ese tipo de consideraciones de los delitos de peligro. Así, de la misma manera que no es racional que arrancar un cabello sea una lesión, que apoderarse de una cerilla ajena para encender un cigarrillo sea un hurto, que llevar a un pasajero hasta la parada siguiente a cien metros sea una privación ilegal de la libertad, que los presentes de uso a funcionarios constituyan una dádiva41; tampoco lo es que pueda ser punible a la luz del art. 210 del CP un grupo de jóvenes –capaces penalmente- que forman una banda organizada en el tiempo, para escribir “graffitti” en las paredes de las casas de sus vecinos42. En un caso así, el peligro para el orden público es insignificante. Es decir que la evaluación de la temporalidad histórica de las circunstancias revela que la incorrección de esa conducta no es suficiente para alterar el fin de protección del art. 210 del CP de modo que su autor sea merecedor del castigo que prevé ese delito. Una conclusión así, ante un supuesto particular, no significa la inconstitucionalidad del ilícito en sí mismo (“on its face”). Tampoco que la regla que fija el legislador sobre su entidad peligrosa para bienes colectivos sea irrazonable. Implica únicamente, que, en ese supuesto, el juez, de acuerdo a sus facultades constitucionales propias, debe hacer una excepción a aquél principio y descartar la tipicidad del hecho por el insignificante riesgo que conlleva para el orden público. V – Conclusiones. Las consideraciones que he realizado conducen a las siguientes conclusiones: 1) La decisión del legislador de prohibir las situaciones que prevé el art. 210 del Código Penal no se encuentra en pugna con los límites que establece el artículo 19 de la Constitución Nacional. 2) La norma establece como regla que esos comportamientos traslucen un peligro para el orden público. Esa presunción fue razonable y proporcionalmente realizada por el Congreso y constituye el punto de partida para el juez a la hora de examinar un caso concreto que pueda encuadrarse en el tipo penal. 3) La presunción antedicha admite excepciones. Aquellas se presentan cuando, frente a un supuesto concreto, pueda concluirse que el peligro para el orden público es insignificante. En esos casos, cede la tipicidad objetiva. 4) La resolución de la Sala II de la Cámara Federal que motiva este ensayo aplicó esa operación lógica. El argumento formalista significa partir de la regla impuesta por el legislador; el pragmático, descartar que en ese caso concreto concurriera una excepción de las que cabe admitir a ese principio.